ENZO IVKOVICH. Pintor
Nace en Casilda, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1976.
Actualmente, reside en la ciudad de Rosario. Se formó en pintura con los
maestros Pedro Giacaglia, Martha de Zuccheti e hizo clínica de obra con la Lic.
Claudia del Río.
En 1995 recibió la beca Estímulo a la Juventud de la localidad de
Los Molinos para la producción de obras y perfeccionamiento universitario.
Completa su formación con estudios en las carreras de Filosofa y
de Bellas Artes en la U.N.R.
En 2004 ilustró la revista Prohistoria Nº 8 (U.N.R). En 2006
obtuvo la beca de Perfeccionamiento para Jóvenes Artistas, otorgada por la
Fundación Nuevo Banco de Santa Fe y el Museo Provincial de Bellas Artes Rosa
Galisteo Rodríguez.
En 2008 colaboró como calígrafo en la escenografía de la ópera
Los cuentos de Hoffman para el Teatro Argentino de La Plata.
Desde 1993 hasta la actualidad se desempeña en la enseñanza de la
pintura con especialidad en artes figurativas.
A lo largo de estos años ha participado de numerosas exposiciones
colectivas e individuales y hoy su obra forma parte de colecciones privadas,
argentinas y extranjeras.
Obra
“Se ha escrito ya
acerca de Enzo Ivkovich. Abundan, en esa literatura, explicables referencias a
las circunstancias físicas de su entorno, a sus circunstancias espaciales, pues
vive con afán creacionista aun el uso más cotidiano.
Yo hablaré de él desde
el frente de sus pinturas, aunque comience con un recuerdo lejano y personal.
Hace muchos años, un
jovencísimo –apenas adolescente- estudiante Enzo Ivkovich, preparaba la
naturaleza muerta con que participaría en una exposición.
Su técnica se
distinguía de la del resto: un menor esfuerzo en el esfumado, bordes menos
dibujísticos, pinceladas gruesas que exaltaban los colores; temeridad inusual
ante el lienzo. El final fue tan bueno como para que otra estudiante le
sugiriese llamar al cuadro «Momento de Inspiración».
Aquel momento se
extendió a sus estudios posteriores. Cada muestra colectiva hacía notar también
que Enzo Ivkovich se alejaba de los estándares enseñados hacia un modo propio,
no solo en la selección de sus modelos –aquello que iba a pintar- pero en la
forma de plasmar la imagen, la técnica. Cuando pintó La Rosa Negra, su primer
original, pudimos observar la obra de un artista esencialmente cabal. Tenía 17
años recién cumplidos.
Duplicados sus años,
la obra de Ivkovich se presenta con carácter evolutivo de aristas
llamativas.
Es dueño de todas las
técnicas; quiero decir, puede utilizar todos los recursos pictóricos con éxito
parejo. Yo diría, con felicidad.
Puede ser bueno
empezar por sus acuarelas, que tienen temperamento minimalista; el pincel
trabaja a modo de un cincel que labra sutiles gemas, desplazándose sobre una
superficie sumamente vulnerable. La acuarela es una cosa difícil; es agua sobre
papel, dos materiales que usualmente se llevan mal. Por eso la mayor parte de
los acuarelistas plasman sus imágenes con manchas de colores, para evitar que
el roce del pincel levante de la hoja sus despojos primeros.
Pero Ivkovich
prescinde de dejar a su suerte la pintura, aun en la más nimia superficie, en
la más minúscula.
Pues su pincel es sutil
y racional.
Y aquí algo que
importa: lo racional en arte –o en su arte- no debe entenderse como triunfo de
la facultad de pensar sobre la emoción -ni siquiera como dominio absoluto de la
voluntad racional sobre la materialidad de la pintura- sino como adecuación de
la técnica al espíritu de la obra que se intuye e incluso debe pensarse con
profundidad y rigor, pero solo se devela en el trance mismo de pintar: por eso
ha dicho que «un pintor ve con la mano».
Con el óleo se explica
mejor el aserto. Como los de Leonardo, los óleos de Ivkovich son una
yuxtaposición de capas de pintura y veladuras. Es una forma sumamente amorosa
del arte, y egoísta: él ha contemplado cuadros que nunca veremos, enterrados
bajo su última apariencia. La visión de la mano lo lleva a la imagen final, que
no puede ser perfectamente anticipada antes de la ejecución.
El arbitrio está en saber cómo se hace
lo que se hace: conciencia llamativa en estos tiempos, que dirige la evolución
de la obra ivkovichiana y que no es casual, pues proviene de quien comprendió a
la filosofía como inherente al arte.
No veremos pasajes de
lo figurativo a lo abstracto, ni de lo académico a lo pop, ni de lo conservador
a lo revolucionario, ni cabriola similar. Observaremos los mismos temas, los
mismos elementos compositivos –fondos oscuros, nubes, piedras, cuerpos,
rostros, flores- tratados de menor a mayor complejidad conforme el artista
avanzó en la comprensión de la técnica. Tal vez no en el volumen; un poco más
en la composición propiamente dicha. Sí en el color, del que Enzo es maestro.
Los colores de una última obra suya, sustituyen la realidad cromática aprendida
por quien la mira.
Pues me pararé ante,
por ejemplo, El sueño de Endimión; tendré varios motivos para suspirar. Tendré
el tamaño del lienzo, vasta superficie más vasta aun por la oscuridad de la que
emergen las formas protagónicas. En los fondos oscuros se percibe una idea de
infinidad, no en su acepción absoluta, sino –al igual que en Borges- como de lo
inconmensurable, de lo que no puede medirse, que por exceder a las capacidades
humanas, legitima la existencia de un Ser divino.
Luego será la luz, que
proyecta los volúmenes hasta tentar a la propia mano a una alianza táctil
imposible.
Será el color, la laca
carminada «desangrando las sombras», piedras cálidas de hendiduras que pienso:
existen, pero tal vez no las había visto antes y deben ser como las que
abrigarían los sueños de los primeros hombres, más viejas entonces que ahora.
Y de las nubes el azul
phtalo que incandesce y en su fulgor morigera el frío de los otros azules… ¡Ah,
sí!: tonos cálidos y fríos, miles de ellos, tantos como resulta difícil creer
existan en la naturaleza y en el arte de todos los tiempos.
Será la humanidad
melancólica del cuerpo desvanecido sobre las rocas, bello hasta lo doloroso,
solo hasta lo metafísico, físico hasta lo intolerable.
Entonces el pecho
exhalará todo el aire del que sea capaz. Sólo después de mucho rato, nos
preguntaremos por la figura lánguida y delgada de quien ha podido traer esa
forma superior de humanidad al mundo.
Es Enzo Ivkovich, que
existe en nuestros días como una inusual joya de perfección y belleza, a la que
ningún ser con espíritu renunciaría amar, si pudiera conocerla. Dra. Alejandra Larrea
Artículo: Prof. Arnoldo
Gualino
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